domingo, 11 de julio de 2010

El rostro de la melancolía


Como ya todos saben, yo vivo en Montclair, Nueva Jersey, un pueblo que he adoptado y que me ha adoptado como mi segundo hogar, después de mi natal Guaynabo.  Montclair es algo así como un pequeño Manhattan, refinado, cosmopolita, socialmente progresista, racialmente diverso y tolerante, muy tolerante.

Cuando llega el verano, los que tenemos hijos nos esforzamos en encontrarles cosas divertidas que hacer mientras disfrutan de sus vacaciones de verano.  Ya que Montclair cuenta con tres piscinas públicas, hace dos semanas obtuve el pase de temporada para mi hija y para mí, y desde entonces, cada vez que podemos vamos a “Essex Pool”, una piscina pública que nos queda a sólo dos bloques de donde vivimos.

Contiguo a la piscina hay pequeño parque para niños, donde llevo a mi hija cuando se cansa de estar en la piscina.  Este viernes, mientras estábamos allí, contemplé una escena que me trajo tristísimos recuerdos.  Un hombre joven, quizás en sus medios treinta, jugaba con una bellísima niña no mayor de dos años de edad.  Ambos exhibían los rasgos que usualmente vinculamos con las razas eslavas, incluidos el pelo claro y los ojos de un azul clarísimo.  Mientras hablaba con una amiga mía que a la sazón estaba también allí, no pude dejar de notar que aunque el hombre no dejaba de sonreír mientras jugaba con su hija, detrás de su sonrisa había un evidente dejo de tristeza, de mal disfrazada melancolía.  Como no pude ver un anillo de matrimonio en su mano, deduje que este hombre era un padre divorciado, y me pregunté si lo que estaba viendo era sólo ese pequeño tiempo que las cortes de familia asignan a la mayoría de los padres divorciados para que estén con sus hijos.

No pude evitar sentirme triste yo también.  Este hombre en cuyo rostro se mezclaban la alegría de poder jugar con su bella hija y una tristeza penosamente escondida, me hizo recordar que hace un año atrás ese hombre era yo.  Hace un año, antes de que la corte me concediera un itinerario más justo para estar con mi hija, yo también sentía esa alegría amarga, ese post gusto triste al final de cada momento que de otro modo sería gozoso.

Digo que es una tragedia que haya tantos padres sufriendo ese infierno lento al cual las cortes de familia los someten al excluirlos de la vidas de sus hijos, y/o al someterlos a la condición de vasallos de sus ex esposas.  En la mayoría de los casos, los padres divorciados son reducidos a la humillante categoría de segundones de las madres, de padres de segundo orden.  La necesidad humana de sentirnos dignos y valorados impide que un padre en esta situación pueda disfrutar del breve tiempo que comparte con sus hijos.

Esta misma semana, hablando sobre los servicios sociales que las iglesias proveen a sus comunidades, yo decía que una de las tragedias de la condición humana era que el único dolor que podemos entender es el nuestro.  Ahora digo también que es una tragedia que sólo los padres que viven estos calvarios puedan entender el dolor punzante y continuo que se siente estar en esta situación.

A mí, que he tenido el dudoso privilegio de haber estado allí, esos rostros desolados de los padres me traen recuerdos, y me ponen triste.

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